martes, 17 de enero de 2012

¿Voto secreto? ¿En una democracia electrónica?

A nuestro juicio, no sería conveniente mantener el secreto del voto. No obstante, este es un asunto que admite más de un punto de vista y más de una sensibilidad. Finalmente, cada sociedad deberá decidir.

Hay una motivación obvia para conservar el secreto del voto: defender a los individuos del chantaje y de la discriminación por motivos políticos, especialmente cuando estas acciones pueden provenir de los Gobiernos, a través del aparataje de los Estados. En resumen, se trata de defender al hombre del hombre, para que pueda expresar su voluntad. Es el secreto como presunta condición para la libertad.

Creemos, no obstante, que los perjuicios asociados al secreto del voto pueden ser más peligrosos para la salud de un sistema democrático electrónico; y potencialmente devastadores en una sociedad que vota continua y masivamente, sobre muchos asuntos.

En primer lugar, el secreto del voto inevitablemente proyectaría una sombra de duda sobre todo resultado electoral: ¿Deberemos confiar siempre, a ciegas, en que los conteos electrónicos son reales? Con votaciones constantes, en todos los ámbitos de la vida en sociedad, está claro que recurrir a conteos de votos físicos, impresos en papel, como medida de control, sería completamente improcedente.

Se podrían realizar auditorías de los sistemas informáticos, pero también se podrían burlar. Aunque estos sistemas deberían ser sencillos (básicamente, un proceso electoral consiste en una operación matemática de suma, repetida tantas veces como votos haya), su interacción con otros sistemas podría introducir votos falsos, incluso de “electores” no humanos, simulados.

Una vez más, creemos que la supresión de estos riesgos pasa por la transparencia total. Cada individuo podrá observar en su historial cómo se computaron sus votos o puntos. Y siendo estos historiales públicos, incluso un joven estudiante de informática podrá reeditar diferentes conteos de votos, y deberá dar siempre con los resultados oficiales. Adicionalmente, siendo también pública la lista de votantes en cada jurisdicción, los propios vecinos, colegas, compañeros de estudios, etc., podrán constatar que los perfiles de los votantes corresponden a seres humanos reales. Se haría sencilla la contraloría social.

Aún quedaría por solucionar el problema inicial: la vulnerabilidad ante el chantaje y la posible discriminación por motivos políticos. Con una salvedad: estos posibles actos de coerción no se darían ya desde los Leviatanes del Estado, con la forma como históricamente hemos visto el desarrollo de las tiranías, pues el poder no respondería ya nunca más a una voluntad central; estaría distribuido entre la población. Como leímos recientemente en un hilo de la Asamblea Virtual de 15m.virtualpol.com, en el que se tocó este tema (la intervención es de Joaquinnq):
“... una nueva sociedad política, conformada en redes de ciudadanos, vinculados por diferentes grupos de intereses, difícilmente tendrá un centro de poder con suficiente gravedad como para aplicar sistemáticamente técnicas de amedrentamiento sobre el resto de la población”.
Casos aislados de coerción sí podrán sobrevivir: personas que abusen de relaciones familiares, laborales o de otro tipo, con el fin de inducir conductas electorales en terceros, atentando contra sus derechos a la libertad de consciencia y de expresión. Estos delitos deberán estar tipificados y ser penalizados. Aún así es posible que se den, de forma encubierta. Sin embargo, no representarían, para la estabilidad del sistema, un riesgo de la magnitud de un fraude ejercido desde los órganos electorales, al amparo del secreto del voto.

Quedará también en manos de los ciudadanos ejercer realmente sus derechos. Y sobre este punto será crucial la educación cívica, o ciudadana, actividad que deberá estar alineada con el funcionamiento del sistema democrático; y que trataremos en un próximo post.

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