Que la crisis financiera internacional es,
medularmente, una crisis moral, nos parece una observación evidente. Lo mismo
se puede decir de las crisis provocadas por sistemas políticos centralistas.
Pero desprender de allí que la solución a estas crisis, o incluso su
prevención, pasa por la educación ética de la ciudadanía, nos parece un
discurso de una vulgar demagogia.
¿Se ha visto a algún político convocar una
rueda de prensa para anunciar explícitamente que va a mentir? Y mienten. ¿Llama el ladrón a los vecinos, y les pide que enciendan las luces,
para que todos vean cómo roba? Y, no obstante, roba. Busca la ocasión. Busca la
oscuridad.
El político que engaña, el ladrón que roba, el
banquero que defrauda, el gran empresario, el dueño de un medio de comunicación
masiva, todos saben qué conductas son socialmente aceptadas y deseadas. Y
cuáles no. La sociedad no requiere educarlos para que se enteren, sino alterar
las reglas del juego, para que no se sigan beneficiando a costa de otros seres
humanos.
No se requiere más educación formal. No más
discursos éticos. No más solicitudes de obediencia, a clasificaciones del bien
y el mal. Lo que se requiere es poder y control, en manos de los ciudadanos. Cuando el poder y el control
estén más uniformemente distribuidos, cuando reglas del juego más inteligentes
premien a quienes realmente contribuyen al bienestar de la sociedad, con plena visibilidad de todas nuestras contribuciones, entonces la educación será una empresa natural. No una inversión social, para jalar de
una cuerda en el sentido contrario hacia el que perversamente se inclina el
sistema.
La educación se hará fácil, en un proceso de descubrimiento carente de dobleces
o conflicto.